Ni regalo, ni valor: la empatía como habilidad que se desarrolla.
«Del ‘no estoy de acuerdo’, al ‘contigo no se puede dialogar’ hay un gatillo que se activa fácil en la historia de Colombia. Y ese gatillo ha separado hermanos y matado gente.» Estas palabras del médico y psicólogo Carlos Martín Beristain, comisionado de la Comisión de la Verdad, reflejan de manera contundente cómo la falta de empatía y la incapacidad para comprender el punto de vista del otro han alimentado décadas de conflicto y violencia en nuestro país. Superar esta realidad no es una tarea sencilla, y el camino hacia una convivencia pacífica debe estar bien trazado. En este sentido, resulta insuficiente una educación que conciba la empatía únicamente como un valor abstracto. La empatía, en lugar de ser vista como una cualidad moral difusa, debe entenderse como una habilidad cognitiva que se robustece con la práctica, y que es determinante si se quiere formar ciudadanos más conscientes y capaces de construir una sociedad más justa y pacífica.
Diversos estudios han demostrado que, desde que nacemos, nuestro cerebro está equipado con neuronas espejo, que nos permiten percibir y responder a las emociones de los demás, creando un puente emocional entre nuestras propias experiencias y las de los otros. Sin embargo, esa base genética no es suficiente para garantizar el desarrollo pleno de la empatía. Para ello, entra en juego la Teoría de la Mente (ToM), que nos permite comprender que otras personas tienen pensamientos, sentimientos y perspectivas diferentes a los nuestros. Esta capacidad se fortalece con la práctica, a medida que somos expuestos a situaciones que nos desafían a ponernos en el lugar del otro. Por eso, el papel de la educación se vuelve fundamental, ya que es en este entorno donde deben diseñarse intencionalmente situaciones y experiencias que permitan a los estudiantes ejercitar esta habilidad y perfeccionarla a lo largo de su formación. La empatía requiere un proceso educativo consciente que la cultive y la potencie en contextos reales y diversos.
¿Por qué nos conmueve más pensar en un niño pidiendo limosna que en el desvío de fondos públicos que afecta a muchos?
Para comprender mejor la complejidad de la empatía, es esencial distinguir entre vínculos causales simples y complejos, y cómo influyen en nuestra respuesta ante situaciones de injusticia. Los vínculos causales simples son aquellos que establecemos de manera intuitiva, cuando las consecuencias de nuestras acciones son inmediatas y visibles. Por ejemplo, al ver a un niño pidiendo limosna, sentimos empatía de manera casi instantánea. En contraste, los vínculos causales complejos requieren una mayor maduración cerebral, pues implican entender cómo nuestras acciones, o las de otros, pueden generar efectos a largo plazo en personas o contextos distantes. En países como Colombia, donde la violencia y la corrupción son fenómenos cotidianos, las consecuencias de estos actos normalmente no son inmediatas ni evidentes, lo que dificulta que se despierte la empatía hacia quienes sufren sus efectos más distantes o diferidos en el tiempo.
En este sentido, no es un desacierto afirmar que el desarrollo de la empatía promueve el crecimiento de áreas del cerebro asociadas con la cognición social y la inteligencia emocional, lo que mejora las capacidades cognitivas y sociales, y que, en consecuencia, fortalece el cerebro para abordar problemas más complejos. Un cerebro capaz de establecer vínculos causales complejos es más maduro y, por lo tanto, está mejor preparado para entender cómo nuestras acciones repercuten en otros, aunque no los veamos. La empatía no necesariamente incrementa el coeficiente intelectual, pero sí fortalece las habilidades de razonamiento moral y social.
Empoderando el cambio desde las aulas
- Es fundamental que los estudiantes tomen conciencia de los fenómenos que afectan a su entorno. La empatía se desarrolla a partir del conocimiento, por lo que es necesario educar sobre la corrupción, la violencia y otras injusticias sociales para que los jóvenes puedan comprender y conectar emocionalmente con estas realidades.
- Las escuelas deben empoderar a los estudiantes para que se conviertan en agentes de cambio en sus comunidades. Implementar brigadas, campañas y proyectos de servicio social ayudará a cultivar una cultura de participación activa y compromiso social. Estas experiencias les enseñarán a preocuparse no solo por su bienestar personal, sino también por el bienestar colectivo.
- Inculcar en los estudiantes la importancia de participar en la toma de decisiones de sus comunidades es crucial. Al involucrarse en actividades cívicas, como asambleas comunitarias o proyectos de mejora social, los jóvenes aprenderán a ser responsables y a reconocer el impacto de sus acciones en el bienestar de los demás.
- Es importante que se analicen las raíces de la corrupción, especialmente en relación con la competitividad excesiva que caracteriza a muchos modelos económicos y sociales actuales. Fomentar un ambiente de colaboración en lugar de competencia puede contribuir a crear sociedades más justas y empáticas.
Jesús Mercado – Estudiante Licenciatura en Educación Básica
Pamela M. Sánchez – Docente Dpto. Humanidades
Universidad de la Costa
